Miras hacia adelante, ese largo pasillo, aquel largo pasillo que te ha visto llorar y reir por la misma persona, por el mismo hecho. Y empiezas a recordar cada momento que te ha llevado allí, obviando, por supuesto, los malos momentos. Admitámoslo, las lágrimas solo sirven para ralentizarte. Y por fin llegas a la dársena número 5. Y te animas, lo has visto. Allí está. Sonries. Pero solo una fracción de segundo, el justo y necesario para percatarte de que el autobus da marcha atrás. Rezas porque te vea, porque el conductor se percate de que estás ahí. Pero, lo siento, los cuentos de hadas no existen. Lo único que vas a obtener al final es una fría puerta de cristal que te priva del interior, de los sentimientos, de lo que pudo ser y no fue.
Y así y con todo, tus esperanzas permanecen donde están, otro autobus llegará, te dices, es cuestión de tiempo. Pero la realidad no es tan bonita, la realidad es que te encuentras solo, en un lugar donde ves a gente llegar y marchar, donde las despedidas y los reencuentros se dan a partes iguales. Un lugar que te presenta con falsa amabilidad miles de oportunidades y que malvadamente se rie porque el que tú querías, ese, se marchó.
Y ahora me encuentro mirando a mi alrededor, en esta cada vez más vacía estación de autobuses. Y en lo único que puedo pensar es que, de nuevo, me han dado con la puerta en las narices.
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